Cuando llega Daniela ya estoy despierto. La oigo dejar las
llaves en el plato de la cómoda, caminar hasta el baño, encender la luz. Tiene
la piel oscura y los pechos grandes. Luego de cambiarse, abre la puerta de mi
habitación, pregunta si he dormido bien, levanta la persiana con energía,
enciende la radio y dice:
—¡Hace un día estupendo!
Lo dice siempre, aunque llueva o haga
viento. Me besa, me desnuda y me lleva en brazos al cuarto de baño. Menos mal
que peso poco. Me coloca con suavidad en la tina. Al principio sentía vergüenza
de que me viera desnudo. Ahora no. Ahora deseo que vea mi cuerpo, incluso
cuando se me pone dura, que es casi siempre, sobre todo, cuando pasa la esponja
por ahí abajo. No puedo evitarlo. Me encanta que pase la esponja por todo mi
cuerpo, pero cuando enjabona mis partes, me vuelvo loco. Sé que ella sabe que
disfruto con eso. A veces lo hace mirándome a los ojos, como preguntando:
—¿Te gusta así, cariño?
Cuando termina, me seca con una toalla
grande y pone desodorante en mis axilas. Me gusta sentir mi cuerpo limpio y
oler bien. Después me viste, me coloca en la silla y ata mis pies con las
correas de cuero. Las manos no me las ata. Las manos las puedo llevar sueltas,
pero hago con ellas movimientos extraños, sin querer. Después de darme el
desayuno y las medicinas, me lleva a la parada de la ruta. Cuando llega el
autobús, Daniela me da un beso de despedida. A las nueve y media estoy en el
Centro. Paso el día pensando en ella, pero soy incapaz de decirle que la
quiero, que desearía acostarme con ella. Podría marcharse y no volvería a verla
nunca.
Manuel
Navarro Seva
Madrid, 21 de mayo de 2008